Un clásico de Gaston Leroux
Sé de dos adaptaciones de El fantasma de la ópera -la delicia de Rupert Julian del 25 para la Universal y la no menos notable del gran Terence Fisher del 62 para la Hammer - que demuestran que aquello tan extendido de que las películas nunca superan a las novelas en que están basadas es algo tan gratuito como eso de sentir vergüenza ajena o envidia sana. Hace unas semanas tuve oportunidad de ver en la bienamada Filmoteca -alabado sea por siempre su nombre- la versión del gran Fisher y vuelvo ahora a las notas que tomé en diciembre de 2003, con motivo de la lectura del original de Gaston Leroux en una estimable edición del 98 de Tusquets. Una única acotación, entonces tenía más reciente la cinta silente y es con ella la que establezco la comparación:
Siendo la película de Rupert Julian no sólo fiel, sino también mucho más entretenida que estas páginas, se impone dar noticia de aquellos fragmentos que el cineasta ignora. Entre las más importantes de esas omisiones hay hablar del origen de los amores de Christine Daaé y Raoul de Chagny, que se remonta a la infancia de la pareja. Fue entonces, en un lugar de la costa bretona llamado Perros (Perros-Guirec) cuando los dos niños, aprendiendo música juntos bajo los auspicios del padre de Christine -un escandinavo que quiso triunfar como intérprete antes de dedicarse a la enseñanza- se enamoraron. Suaviza así este apunte esa suerte de injusticia que siempre he creído ver en la película, cuando Christine se beneficia de las artes de Erik mientras en verdad ama a Raoul.
También será en el cementerio de Perros, localidad a la que regresa la pareja para escapar momentáneamente del Fantasma, donde Raoul -en uno de los pocos fragmentos en que se llega a atisbar cierto terror en la novela- comienza a creer en la existencia del monstruo tras un episodio en apariencia prodigioso. Igualmente fue en Perros donde el señor Daaé habló a los jóvenes de El Ángel de la Música, espíritu que Christine cree descubrir en Erik cuando lo escucha por primera vez.
Además de su talento para la interpretación musical -el Don Juan triunfante, que aquí como en la cinta escribe el Fantasma, es una obra maestra en la que se alude a su destino sentimental-, Erik está especialmente dotado para la construcción de trampillas. Su vida anterior a París nos es contada en el último párrafo de la página 320 por el Daroga, un persa que ostentó dicho cargo -algo parecido a un jefe de policía- con el sultán del país. Así llama Leroux al tirano iraní, aunque tal vez fuera mejor decir Sha.
Hijo de un contratista de obras, Erik nació en Ruan siendo tan feo como los muertos en avanzado estado de putrefacción. Rechazado por su madre, quien le regaló su primera máscara, Christine define su rostro como el de los cadáveres después de varios días. Despreciado por todos, se exhibe en una feria como un muerto viviente. Entre los feriantes conoce la magia de la mano de quienes para el autor son su principal fuente: los gitanos. Tras hacer algunos crímenes, que no se especifican y que yo entiendo como consecuencia del natural odio que Erik profesa a la Humanidad, el fantasma recala en Persia. Allí se convierte en un asesino de estado. Habida cuenta de sus facilidades para las trampillas y de que concibe los palacios como la caja de un prestidigitador, no tarda en construir uno para el sultán donde el tirano pueda escuchar a todos sin ser visto. Cuando la obra está terminada, el sha decide matar al monstruo ya que es el único que conoce todos los vericuetos y subterfugios de la construcción. Es entonces cuando el Daroga le perdona la vida y le deja huir.
Otra vez en París, el futuro fantasma se emplea en una cuadrilla de albañiles que restaura la Ópera. Entonces, tras advertir las enormes posibilidades que le ofrece este nuevo palacio, decide construirse una casa a orillas del lago subterráneo.
Tampoco aparece en la película esa taquillera -madame Giry-, cómplice del fantasma en los chantajes periódicos que el monstruo hace a los directores del establecimiento -Armand Moncharin y Firmin Richard-, so pena de provocar terribles desastres en la casa. Por lo demás, puede decirse que la de Julian es una adaptación modélica en la que se incluyen desde los misterios del palco 5 hasta la muerte de Bouquet, pasando por la escena del baile en el que Erik -en una prueba irrefutable de que Leroux fue lector de Poe- acude disfrazado de muerte roja.
El realizador también es fiel al procedimiento y al por qué de los favores que la bestia hace a la bella, e incluso a los fragmentos de la muerte del hermano mayor de Raoul. Eso sí, omite algo que en una cinta silente hubiese sido muy difícil de dar a entender: ese canto de sirena siniestra que envuelve las tinieblas del lago subterráneo cuando Erik se acerca buceando a la barca de sus víctimas. El canto no es otro que el entonado por el Fantasma mientras avanza por el agua, que llega a la superficie terriblemente deformado por el tubo respirador.
El linchamiento final de Erik en uno de los muelles del Sena que nos muestra el film de Julian no tiene nada que ver con el final de Leroux. En su epílogo, acaso el fragmento más interesante de toda la novela, el autor redime al fantasma por una buena acción. Después de que Christine se haya resignado a ser su esposa y a besarle en la frente para salvar la vida a Raoul y al Daroga -ambos a punto de morir ahogados en la cámara de torturas- Erik, conmovido ante el sentimiento que inspira a Christine el joven, libera a la bella de su promesa. Únicamente pone una condición: que llevé el anillo de compromiso que él le entregó hasta el día de su muerte. Cuando esto ocurre, de lo que la muchacha tiene noticia leyendo un anuncio en el periódico, Christine parte hacia su Escandinavia natal para vivir en Noruega el amor que desde niña la une al vizconde Raoul de Chagny.
Publicado el 12 de febrero de 2013 a las 18:00.